sábado, 10 de enero de 2015

San Pablo el Ermitaño, según san Joerónimo


Nos recuerda hoy el Martirologio romano la santidad de san Pablo, el primer ermitaño. Pablo de Tebas fue un eremita egipcio nacido aproximadamente hacia el año 228 en la región de Tebaida, junto al río Nilo y fallecido en el año 342. Fue objeto de una hagiografía compuesta por san Jerónimo llamada Vita Sancti Pauli primi eremitae, y escrita durante la segunda mitad del siglo IV. Según este texto Pablo era egipcio de una familia rica y habría recibido una excelente educación, cultivada en el estudio de la cultura egipcia y el idioma griego. Dejó todo para irse al desierto, tras ser denunciado por ser cristiano por algunos familiares que querían apoderarse de su patrimonio, durante la persecución del emperador romano Decio. De acuerdo con la narración de Jerónimo, Pablo no volvió a la ciudad y pasó el resto de su vida en el desierto y se alimentaba del pan que le traía un cuervo. Al final de su vida recibió la visita de Antonio Abad a quien pidió ser sepultado con la túnica que éste último había recibido del obispo Atanasio en una fosa excavada, siempre según los relatos de Jerónimo, por un par de leones. He aquí el relato de la muerte de Pablo, según san Jerónimo: 

Matías Pretti - San Pablo Ermitaño

14. Pablo sube al cielo. Dicho esto, salió afuera sin comer ni un solo bocado y volvió por el camino que lo había traído. Tenía sed de su amigo Pablo, anhelaba verlo, contemplarlo con sus ojos y su mente estaba arrobada en él. Temía lo que en realidad sucedió: que en su ausencia entregase su alma a Cristo, a quien se la debía. Cuando ya amanecía otro día y todavía le faltaban tres horas, vio subir a Pablo entre la multitud de los ángeles y entre los coros de los Profetas y Apóstoles, resplandeciendo con una blancura de nieve y, cayendo luego sobre su rostro, echaba arena sobre su cabeza y decía llorando amargamente: “¿Por qué Pablo me abandonas? ¿Por qué te vas sin despedirte? ¡Tarde te conocí, y te vas tan pronto!”.

15. La muerte lo encontró de rodillas. El bienaventurado Antonio contó más tarde que el resto del camino lo había andado tan ligero, que parecía volar como un pájaro y no sin razón: al entrar en la cueva vio al Santo hincado de rodillas, la frente alzada y las manos extendidas al cielo, exánime. Como en un primer momento le pareció que aún vivía y rezaba, se puso también él a orar. Mas después, al no percibir ningún suspiro como solía cuando rezaba, le besó con lágrimas y entendió que aun muerto el cuerpo del Santo con el gesto y su postura oraba a Dios, para quien todas las cosas viven.

16. Dos leones sepultureros. Antonio envolvió el cuerpo, lo sacó fuera de la cueva y cantó himnos y salmos, según la costumbre cristiana. Pero luego se entristeció al ver que no tenía azadón para cavar la tierra. Muchos pensamientos le pasaban por la mente y dando mil vueltas decía para sus adentros: “Si vuelvo al monasterio, hay cuatro días de camino; y si me quedo aquí, tampoco aprovecho nada. ¡Muera entonces, oh Cristo, junto a tu luchador, como es justo, dando mi último suspiro!”. Estaba pensando esta cosas cuando de pronto aparecieron dos leones, que surgieron a toda carrera desde lo más oculto del desierto, con sus melenas al viento. Al primer instante quedó horrorizado, mas enseguida, levantando su corazón a Dios, perdió todo miedo, como si viera palomas. Los leones vinieron derecho a donde yacía el cuerpo del bienaventurado anciano y allí se frenaron, y acariciándolo con sus colas, se echaron a sus pies rugiendo con intensos gemidos, de tal suerte que comprendía que lloraban de la manera que podían. Y luego, allí cerca, comenzaron
a cavar la tierra con su garras, y sacando arena en cantidad, abrieron un hoyo capaz de alojar a un hombre. Al terminar, como pidiendo su galardón por el trabajo, moviendo las orejas y con la cabeza gacha, se fueron hacia Antonio y le lamían las manos y los pies. Por lo cual él entendió que le pedían la bendición. Y sin demora, alabando a Jesucristo por ver que aun los animales mudos le reconocían por Dios, dijo estas palabras: “Señor, sin cuyo consentimiento no cae ni una hoja de un árbol ni un pichón a tierra: ¡da a estos animales lo que veas que les conviene!” Y haciéndoles una señal con la mano les mandó que se fuesen.


Habiéndose ido los leones, cargó sobre sus hombros seniles el peso del cuerpo del Santo y poniéndole en la tumba echó tierra encima y levantó un montículo como se acostumbra. Al otro día, el piadoso heredero para no perder nada de los bienes del que había muerto sin testamento, tomó para sí la túnica que Pablo mismo había tejido para su uso con hojas de palma a manera de un cesto, y con esta prenda retornó a su monasterio, y contó a sus discípulos, por orden, todo lo que había pasado. Y en las fiestas solemnes de Pascua y Pentecostés siempre vestía la túnica de Pablo.

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