lunes, 5 de enero de 2015

Orígenes. Con el mayor temor y reverencia hemos de contemplar el misterio de Cristo


Si tenemos en cuenta lo que la Escritura santa nos refiere de su majestad y no perdemos de vista que Cristo Jesús es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura, y que por medio de él fueron creadas todas las cosas: visibles e invisibles; todo fue creado por él y para él. Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él, que es la cabeza de todos, comprobamos la imposibilidad de poner por escrito el misterio de la gloria del Salvador.

Si, pues, consideramos tantas y tales cosas como se han dicho sobre la naturaleza del Hijo de Dios, nos llenará de asombro y de estupor el que una naturaleza tan por encima de todo lo creado, desde la altura de su majestad, se haya rebajado hasta el anonadamiento, haciéndose hombre y viviendo entre los hombres.

Él mismo, antes de hacerse visible en un cuerpo mortal, envió a los profetas en calidad de precursores y mensajeros de su venida. Y después de su ascensión a los cielos, mandó a los santos apóstoles, investidos con los poderes de su divinidad –hombres imperitos e indoctos, escogidos de entre los publicanos y los pescadores– a recorrer toda la tierra, para que, de toda raza y de la universalidad de los pueblos, le congregasen un pueblo santo que creyera en él.

Mas, entre todos los milagros y prodigios que de él conocemos, hay uno que excede muy particularmente toda capacidad de admiración de la inteligencia humana: la fragilidad de la inteligencia mortal no llega a comprender ni siquiera a intuir que tan inmenso poder de la divina majestad, el mismo Verbo del Padre y la propia Sabiduría de Dios, por medio de la cual fueron creadas todas las cosas: visibles e invisibles, hayamos de creer que estaba circunscrita dentro de los límites de aquel hombre que apareció en Judea. Más aún, esa fe nos invita a aceptar que la Sabiduría de Dios penetró en el seno de una mujer, que nació hecho niño, que prorrumpió en vagidos como cualquier otro niño que llora. Y por fin, lo que se nos cuenta de él que se turbó en presencia de la muerte, como el mismo Jesús confesó diciendo: Me muero de tristeza; y para colmo, que fue conducido a una muerte, considerada por los hombres como la más ignominiosa, aunque resucitase al tercer día.

Ahora bien: cuando observamos en él rasgos tan profundamente humanos, que en nada parece diferenciarse del común de los mortales y, por el contrario, otros tan típicamente divinos que no riman con ningún otro sino con aquella primera e inefable naturaleza de la deidad, la inteligencia humana se angustia y, presa de inmenso estupor, no sabe a qué atenerse, a qué ha de aferrarse, qué dirección tomar. Si lo siente Dios, lo ve mortal; si lo considera hombre, lo ve volver de entre los muertos cargado de botín, después de haber destruido el dominio de la muerte. Por lo cual, hemos de contemplarlo con el mayor temor y reverencia.

Orígenes
Sobre los principios (Lib 2, cap 6,1-2: sobre la encarnación de Cristo: PG 16, 209-211)

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