viernes, 8 de marzo de 2013

Siete veces al día te alabaré


San Benito, cuando estableció en la Regla cómo debían orar los monjes, recurrió a un salmo que oraba con frecuencia, en el que el orante se propone alabar al Señor siete veces al día. Se trata, es claro, de una cifra simbólica: el siete alude a la suma o unión de lo divino (el tres) y los humano (el cuatro). Tres son las divinas Personas de la Trinidad, y cuatro los elementos (tierra, aire, agua y fuego) que constituyen la Creación. De esta forma, la vida del monje debiera ser una constante alabanza de la Creación, en cuya representación se pone el orante, al único Dios en su misterio trinitario.

No se trata de un simple concepto teológico: el misterio incomprensible de la Trinidad consiste en cómo tres personas, absolutamente distintas, pueden llegar a ser un único ser divino, de cuya plenitud procede el ser, y a cuya intimidad hemos sido convocados para toda la eternidad. El Padre se goza en el Hijo, el Hijo ama al Padre, y entre ambos el Espíritu Santo sella la perfecta unión divina en el amor. El Hijo confía en el Padre, el Padre glorifica al Hijo, y el Espíritu Santo le da la gloria que procede del Padre. El mismo Espíritu Santo nos es dado, para que en todo momento podamos seguir existiendo en el ser de Dios.

La oración litúrgica, por tanto, más allá de un simple instrumento de catequesis, de confraternización, de comunión humana, es esencialmente una participación que nos es concedida por el Espíritu Santo en el eterno movimiento de amor que existe en el seno de la Trinidad; y, en nombre de toda la Creación, cada orante puede así alabar al que es fuente y origen de todo ser.

Además, el número siete encierra un segundo simbolismo. Cada momento de oración alude a diversos misterios del Dios que ha venido a nuestro mundo a salvarnos. Por la noche, cuando el silencio cubre la tierra y los hombres descansan, el orante sale del sueño del pecado, para estar en vela y esperar al Señor que viene. Al amanecer, el orante agradece al Padre no sólo la creación que comienza de desperezarse recuperando sus colores y su vida, sino también la nueva creación hecha en la Resurrección de Cristo. En Tercia, invoca al Espíritu Santo, cuyo mandamiento de amor medita el orante. En Sexta sube a la Cruz con Cristo. En Nona, muere con Cristo en la Cruz. En Vísperas, al ocaso del día, invoca con confianza junto a Cristo crucificado al que es refugio y fortaleza del justo. Por fin, en Completas entrega la propia existencia al Señor, como anticipo del propio fin.

Así, la entera vida del orante reproduce cada día el misterio de Dios, hecho hombre para que el hombre puede conocer, amar y disfrutar de Dios. Y el monje, de hecho, consagrado a este proceso de cristificación, es decir, de reproducción en sí mismo del propio ser de Cristo, es movido por el Espíritu Santo a progresar en su participación en el misterio de la Trinidad.

De ahí que en san Benito sea tan importante y repetida la breve doxología que compendia toda la existencia cristiana:

Gloria al Padre,
al Hijo,
y al Espíritu Santo.
Como era en el principio,
ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.
Amén.

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