viernes, 29 de marzo de 2013

La pasion del Señor


Después de una noche velando en oración, Cristo ha sido prendido y llevado ante el sanedrín. De Caifas a Pilatos, de Pilatos a Herodes y de nuevo vuelta a la autoridad Romana quien, sometiéndose a la voluntad el pueblo, manda crucificar a Jesús. Éste carga con la cruz y sube al calvario donde muriendo nos da la vida.

Dice san Agustin comentando a san Juan: "Marchaba, pues, Jesús para el lugar donde había de ser crucificado, llevando su cruz. Extraordinario espectáculo: a los ojos de la piedad, gran misterio; a los ojos de la impiedad, grande irrisión; a los ojos de la piedad, firmísimo cimiento de la fe; a los ojos de la impiedad documento de ignominia; a los ojos de la piedad, un rey que lleva, para en ella ser crucificado, la cruz que había de fijarse en la frente de los reyes; para los ojos de la impiedad, la mofa de un rey que lleva por cetro el madero de su suplicio. En la Cruz había de ser despreciado por los ojos de los impíos, y en ella ha de ser la gloria del corazón de los santos, como diría después San Pablo: “No quiero gloriarme, sino en la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo” (Gál 6,14). Él recordaba su cruz llevándola sobre sus hombros; llevaba el candelabro de la lucerna encendida, que no debía ser puesta debajo del celemín".

Estos pasos que Jesús, entre sufrimientos, insultos, golpes, flagelos y espinas, clavos, tormentos, sed y muerte, quiere seguir el monje que, solitario, acompaña a Cristo en la temporal y eterna historia de la salvación. Él se sumerge en el silencio para contemplar al que  fue traspasado por nuestras rebeliones. Él reza con Cristo el salmo 30, "A Ti, Señor, me acojo, no quede yo nunca defraudado; Tú eres justo, ponme a salvo. A tus manos encomiendo mi espíritu; Tú, el Dios leal, me librarás" y él experimenta  la obediencia que experimentó Cristo que le lleva a morir a si para vivir en Dios.

En la soledad de su celda observa como la conversión de sus propios pecados le lleva a mirar a quien  se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen. Él es, el Inocente, el Hijo muy amado, quien se entrega como víctima de nuestros pecados y hace que el monje dirigiendo su mirada a quien ni siquiera parece hombre, se adentre en un gran sentimiento de compunción por su faltas y que las lagrimas broten ante la inocencia condenada por su rescate. Pero, quien es causa de salvación para cuantos creen en Él, le consuela incluso desde el sufrimiento, porque ya no hay dolor mayor que su dolor y en él ha redimido el monje toda pena.

O cruz gloriosa que portaste tan rico fruto de salvación,  o dulces clavos que fijaste en el madero a quien nos da la vida, o extrema y sabrosa pasión de mi Señor Jesús, que consuela a los que yerran  y destruye el tormento de la muerte eterna.



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