domingo, 3 de marzo de 2013

El amor por el dinero II


Así, el que ama el dinero, encendido por el fuego de sus propias riquezas, no podrá nunca tener paz en el monasterio, ni vivir aceptando una regla. Y cuando el Demonio, como un lobo, lo secuestra y lo aparta del rebaño, lo deja para que sea devorado. Entonces, lo empuja a hacer en su celda aquellos trabajos que en el convento descuidaba y no hacía en las horas establecidas. Y no le permite observar ni las oraciones habituales, ni la costumbre del ayuno, ni el canon de la vigilia, pues, luego de haberlo unido indisolublemente al amor por el dinero, lo convence para que ponga todo su empeño en el trabajo manual.

Tres son las formas bajo las cuales se presenta esta enfermedad, y todas están igualmente prohibidas por las Sagradas Escrituras y por las doctrinas de los Padres. Una de ellas induce a que estos míseros posean y acumulen lo que ni siquiera tenían cuando vivían en el mundo. La otra hace que aquel que, de una vez por todas, había abandonado las riquezas, se arrepienta, y le sugiere tratar de recuperar lo que había ofrecido a Dios; la tercera, luego ole haber atado al cristiano con la falta de fe y la tibieza, no le permite deshacerse del todo de las cosas del mundo: le insinúa el temor al hambre y la falta de fe en la Providencia, haciéndole transgredir las promesas hechas cuando hubo dejado su vida anterior.

De las tres formas de este mal encontramos ejemplos, como se ha dicho, ya condenados en las Sagradas Escrituras. Guejazí, por ejemplo, queriendo adquirir para sí mismo riquezas que antes no poseía, perdió la gracia profética que el maestro quería dejarle en herencia. Más bien, en lugar de heredar bendiciones, heredo una lepra perpetua, a causa de las maldiciones del profeta.

Y Judas, queriendo obtener el dinero que en un primer momento rechazó para seguir a Cristo, no sólo se alejó del coro de los Apóstoles por haber traicionado al Señor, si no que destruyó su vida física con una muerte violenta. Ananías y Safira, por haber conservado algo de lo que ya poseían, fueron castigados con la muerte, mediante sentencia apostólica . Y el gran Moisés, el del Deuteronomio, místicamente exhorta a aquellos que prometen dejar el mundo y que, debido al temor infundido por la falta de fe, permanecen apegados a las cosas terrenas: Si alguno se encuentra temeroso y tiene miedo en su corazón, que vuelva a su casa, para que no induzca al temor el corazón de sus hermanos (Dt 20:8).

¿Hay algo más seguro y claro que este testimonio? ¿No aprenderemos, pues, de estas cosas, nosotros que hemos dejado el mundo, renunciando perfectamente a todo y saliendo victoriosos de la batalla, antes que atender a un principio ya blando y débil que termina por apartar a los otros de la perfección evangélica e inducirlos al miedo? Hay algunos que interpretan mal lo que las Escrituras dicen bien: Hay mayor felicidad en dar que en recibir (Hch 20:35), y se esfuerzan por alterar el sentido de lo que se dice, engañándose a sí mismos, y siguiendo su propia pasión por el dinero. Hacen lo mismo con las enseñanzas del Señor: Si quieres ser perfecto, ve y vende lo que posees, dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven y sígueme (Mt 19:21): en realidad, consideran que mejor que ser pobre es disponer de la propia riqueza y acudir a la propia abundancia para dar a los pobres. Deberán éstos saber que no se han apartado aún del mundo ni han entrado en la perfección monástica, mientras se avergüencen de aceptar en nombre de Cristo la pobreza del Apóstol, sirviendo a sí mismos y a los necesitados con el trabajo de sus propias manos, para llevar a cabo con hechos la profesión monástica y ser glorificados con el Apóstol. Luego de haber dispersado su antigua riqueza, que combatan junto con Pablo la buena batalla, en el hambre y en la sed, en el frío y en la desnudez El Apóstol mismo, si hubiera sabido que conservar su antigua riqueza es más necesario para la perfección, no hubiera despreciado su propia dignidad, dado que afirma que, es por nacimiento de distinta condición y de ciudadanía romana. Y aquella gente de Jerusalén, que vendía sus propias casas y sus propios campos y ponía lo recaudado a los pies de los apóstoles, no lo hubiera hecho si considerase que era más feliz al nutrirse con sus propias riquezas antes que con su propia fatiga o con las ofertas de los gentiles. Y el mismo Apóstol nos habla muy claramente a propósito de aquellos cuando, escribiendo a los romanos, dice: Ahora voy a Jerusalén para el servicio de los santos, por que Macedonia y Acaya tuvieron a bien hacer una colecta en favor de los pobres de entre los santos de Jerusalén (Rm 15:25-26).
Y él mismo, tantas veces sometido a cadenas y prisiones, a la molestia de los viajes y por esto impedido, como es obvio, de proveerse con sus propias manos, nos enseña cómo, ante estas necesidades, fue socorrido por los hermanos venidos desde Macedonia, y nos dice: Y de hecho los hermanos provenientes de Macedonia proveyeron a mis necesidades (2 Co 11:9). Y a los filipenses escribe: Lo sabéis también vosotros, oh filipenses, que... al salir de Macedonia, ninguna iglesia tuvo que ver conmigo en materia de dar y tener, a no ser por vosotros solamente. Porque también en Tesalónica y una o dos veces más, me habéis mandado de lo que tenía necesidad (Flp 4:15 y ss). Por lo tanto, a juicio de quien ama el dinero, ¡aquellos serán más amados por el Apóstol, pues le han provisto en sus necesidades con sus propios haberes! Esperemos que nadie llegará a tal extremo de locura como para osar afirmar esto.

Casiano el Romano, Filocalia al Obispo Castor sobre el vicio de mar el dinero

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